Cuando sientas las olas de tu mundo interior agitarse, ante el impacto de una situación: siéntate contigo y observa tu deseo de reaccionar, de hacer algo con eso que sientes o piensas. 

¿Puedes observar y sólo observar? Las olas van creciendo y, a veces, mutando. Enfado, rabia, miedo, ira, odio, angustia, orgullo, tristeza, dudas, exigencia, envidia…y tú estás ahí, observando, sin dar paso a ninguna acción, sintiendo el embate de cada emoción, abriendo el pecho para darles cabida, sin juzgarlas, sólo observando. Respirando lo incómodo de sentir el cuerpo tomado por las olas. 

Llegan a  su vez pensamientos que te arañan la mente, que se enroscan en bucle, que se quedan pegados como resina viscosa:  no me atrevo, van  a dejar de quererme, a mí esto no me afecta, nunca me pasa nada bueno, por qué me hizo esto, soy torpe,  ya debería haberlo solucionado, para resolverlo, voy a mentir, que no se enteren de lo que siento, voy a hacer algo importante, así me reconocerán por fin, si me quiere debiera hacerlo por mí, son imbéciles…Y tú sigues ahí, observando, silencioso testigo de tu realidad interior. 

A veces, las olas son tan intensas que el cuerpo parece que vaya a explotar, o a caer sin fuerza en un agujero infinito, o a vomitar… y tú sigues ahí, observando, respirando profundo para acoger en tu espacio interior el oleaje. 

Observando también las mil y una posibilidades que el ego te ofrece para salir de esa incómoda situación: la imaginación de esa conversación que va a poner los puntos sobre las íes, esa bronca de la que escribes el guion en ese momento, la decisión de dejar de respirar hasta ponerte morado, la posibilidad de un viaje que te hará sentir mejor, la decisión de esconderte, una llamada seductora, unos pantalones nuevos que te van a sentar genial, un cigarrillo, un  calmante de tengo razón, la lista de la compra…  

Y tú, sigues ahí, observando,

dejando que los impulsos de resolver con actos 

vayan rompiendo en la orilla, sobre la arena. 

Ahí estás tú entonces, empoderándote, cabalgando en pausa las olas de tu ego, que te empuja a reaccionar  en una dirección u otra.

Antes o después el oleaje amaina (o no). Las aguas tranquilas dejan ver el fondo marino (o no), de donde surge la acción correcta, la que surge de tu verdad, de tu necesidad, y entonces actuar (o no) .

En el viaje aparecen tus poderes,  esperando, observando el intento de tu estructura egoica, tratando de darte sostén ante un impacto: 

  • Tu poder de soltar: el impulso de reaccionar. 
  • Tu poder de acoger: a tu niña con cualquier sensación que tenga,  por indigna que parezca.
  • Tu poder de entrega: a la simple observación de lo que va emergiendo de ti, sin tratar de dirigir o modificar nada. 
  • Tu poder de fluir, dejando que el flujo de tu película siga su curso, sin preferencias.
  • Tu poder de abrazar al ego: dándole todo el permiso, sin juicio, para que exprese lo que necesite, mientras observas, sin seguir sus cantos de sirena. 
  • Tu poder de guiarte: hacia las profundas aguas en calma de tu conciencia, donde esperan los tesoros sumergidos, aquellos que tu niña perdió de vista.

 

Al presente se llega desde nuestra presencia interior.

A la presencia se llega desde  lo que hay, 

desde algo tan sencillo como estar en lo que hay, aquí y ahora.

Koki.

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